Revista Anfibia

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Las noticias falsas y el futuro del periodismo


La postverdad


Uno de los eventos más importantes para el periodismo ante la elección de Donald Trump fue la proliferación de noticias falsas en las redes. ¿Por qué? ¿Y qué significa para el futuro del periodismo a corto plazo? El especialista Pablo J. Boczkowski dice que siempre hubo noticias inventadas pero que al público le cuesta más detectar información tendenciosa proveniente de la curaduría web, y analiza la crisis cultural que afecta no solo al periodismo, sino a la ciencia, la medicina y la educación.



“Cada público tiene su propio universo de discurso y… humanamente hablando, un hecho es solamente un hecho en algún universo de discurso”.[1]

Tres cuartos de siglo antes de que los Oxford Dictionaries nombraran “post-verdad” la palabra del 2016, Robert Park -ex periodista y uno de los fundadores de la Escuela de Sociología de Chicago- comprendió que las noticias falsas son un elemento intrínseco de cualquier ecología de la información. Mucho antes de que Mark Zuckerberg comenzara a ser tratado como un hombre de negocios rapaz, editores notables como William Randolph Hearst y Charles Foster Kane explotaron el potencial comercial de las noticias falsas. Lo mismo hicieron otros que los precedieron y sucedieron. Además de los empeños deliberados en distorsionar o desinformar, los errores no intencionales detectados por el público -y la sospecha de que podrían existir incluso otros no identificados- han reforzado una postura escéptica entre las audiencias sobre la presunta veracidad de las noticias. Sin embargo, no es exagerado decir que la historia principal del periodismo en el primer mes después de la elección de Donald Trump como el 45vo. presidente de los Estados Unidos ha sido una sensación colectiva de shock, indignación, y desesperación sobre la creciente prevalencia de noticias falsas. ¿Por qué ha ocurrido esto? ¿Y qué significa para el futuro del periodismo a corto plazo?   

La mayoría de los reportes post-electorales sobre noticias falsas se ha centrado en temas de producción tales como la ubicación y las posibles motivaciones de los diversos proveedores de información errónea, el cambiante panorama geopolítico de la guerra de información, los beneficios económicos para los medios de comunicación y los motores de búsqueda, y la necesidad y conveniencia de implementar restricciones técnicas y/o financieras que pudieran minimizar la difusión de noticias falsas, entre otros. Un enfoque sobre temas de producción es importante y todas estas son instancias válidas. Sin embargo, en este artículo examinaré la otra cara de la moneda. Me ocuparé de algunas dinámicas críticas de recepción que podrían subyacer en la mayor presencia de noticias falsas en el entorno contemporáneo que en el pasado.

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Dejando de lado discusiones sobre los efectos de cámaras de eco y burbujas de filtro, que han sido bastante analizados, quisiera abordar tres tendencias simultáneas en nuestras prácticas de recepción de medios que considero relacionadas con la creciente presencia de noticias falsas. En primer lugar, la ambivalencia respecto de la infraestructura de información actual, donde las barreras de acceso para hacerse escuchar son mucho más bajas que en el pasado y el alcance es potencialmente mucho más amplio. En segundo lugar, al público le cuesta más detectar información tendenciosa proveniente de la curaduría algorítmica que llevan a cabo los medios sociales que aquella que resulta de la selección editorial de los medios tradicionales. En tercer lugar, la crisis cultural en el conocimiento que afecta no solamente al periodismo, sino también a otras instituciones clave de la vida moderna como la ciencia, la medicina y la educación.   

Las noticias falsas han existido durante tanto tiempo como las verdaderas. Pero un elemento diferenciador del momento contemporáneo es la existencia de una infraestructura de información con una escala, un alcance y una horizontalidad en los flujos informativos sin precedentes en la historia. Facebook, por ejemplo, llega cada día a más de mil millones de usuarios. Esta infraestructura hace posible que la gente sea creadora de contenido junto con instituciones de medios establecidas, y no simple consumidora. Esto, a su vez, ha permitido oír voces antes silenciadas, no solo en sus lugares de origen sino también en todo el mundo. Le hemos dado crédito a estos cambios como contribuyentes en la ruptura de regímenes autoritarios, como en el caso la primavera árabe. Pero estos mismos cambios son los que han hecho posible que una noticia falsa sobre el Papa Francisco respaldando la candidatura a Donald Trump fuera compartida miles de veces.  

Celebramos la nueva infraestructura cuando ayuda a socavar las prácticas de información de gobiernos opresores y la denunciamos cuando contribuye a desinformar a los ciudadanos de estados democráticos liberales. Pero, desafortunadamente, parece poco realista tener lo uno sin lo otro, porque son las dos caras de la misma moneda. Esto no significa que relatos verídicos sobre gobiernos opresores sean equivalentes a historias falsas sobre candidatos democráticos, sino que la infraestructura de información que contribuye a la difusión de ambos tipos de reportes es una sola. La ambivalencia con respecto a esta infraestructura puede tentarnos a exigir la vigilancia de sus capacidades desestabilizadoras en algunos casos, pero esto podría tener la consecuencia no deseada de restringir su potencial emancipatorio en otros.   

Esta ambivalencia se relaciona con una segunda tendencia, a saber, las limitaciones de mucha gente para detectar información tendenciosa que resulta de la curaduría algorítmica en las redes sociales en comparación con aquella que proviene la edición humana llevada a cabo por las organizaciones de noticias. Los medios tradicionales han existido por mucho tiempo; con el paso de los años, el público ha desarrollado colectivamente formas de identificar matices ideológicos en la cobertura periodística, y también de distinguir las historias verídicas de las paródicas o satíricas. La investigación de Watergate fue vista como veraz, a la historia de Swiftboat se le dio al comienzo cierta credibilidad pero más adelante fue desacreditada, y las publicaciones satíricas de Barcelona no suelen interpretarse de manera literal. 

Por el contrario, plataformas como Google y Facebook son adiciones mucho más recientes al ecosistema de medios, por lo que sus procedimientos de selección son menos conocidos por el público. Además, su dependencia de la curaduría algorítmica dota a dichos procedimientos de cierta opacidad que hace aún más difícil para el público desarrollar estrategias que identifiquen con éxito sus tendencias ideológicas o de otro tipo. Los algoritmos no vienen de la nada: están escritos por personas que a menudo trabajan para organizaciones complejas y que llevan a cabo sus tareas con sesgos conscientes e inconscientes. Esto resulta en, como Larry Lessig y otros han propuesto, la política plasmada en el código de programación. Sin embargo, aún nos sentimos menos capaces de descifrar la política de esta manera, que aquella encarnada por personas y organizaciones.   

La ambivalencia y la limitación en la detección de matices ideológicos en redes convergen con una profunda crisis en la autoridad cultural del conocimiento. La confianza en los medios de comunicación como instituciones ha sido baja durante mucho tiempo. En un proyecto de investigación en curso sobre el consumo de noticias, mis colaboradores y yo hemos encontrado, por ejemplo, que a la misma noticia se atribuye a veces un mayor nivel de credibilidad si es compartida por un contacto en una plataforma de medios sociales, que si es leída directamente en el sitio de noticias donde se publicó. Cuando se les pregunta acerca de esta diferencia, los entrevistados dicen que a menudo no confían en los medios de comunicación ya que son inherentemente tendenciosos y, al contrario, su postura hacia sus contactos está basada, por defecto, en la confianza.  

 La crisis en la autoridad cultural del conocimiento no es propiedad exclusiva de los medios: se aplica a otras instituciones clave de la vida moderna, como la medicina, la ciencia y la educación. Se ha expresado, por ejemplo, en los debates sobre el papel de las vacunas en el autismo, de la que se han hecho eco los medios de comunicación y que ha preocupado a muchos padres, a pesar de las reiteradas declaraciones contrarias de expertos en medicina. También vemos rastros de esta crisis en la ciencia. La controversia de la evolución versus el creacionismo sigue viva y afecta la enseñanza de la biología en muchas escuelas de Estados Unidos, a pesar de la falta de apoyo hacia el creacionismo de fuentes científicas de buena reputación. Instituciones sociales como los medios, la medicina, la ciencia y la educación tenían la capacidad de moderar de manera eficaz la noción propuesta por Robert Park de que “un hecho es solamente un hecho en algún universo del discurso”, y así crear un terreno común entre segmentos diversos de la población. Pero esta capacidad parece ser menos efectiva en estos días que en el pasado.   

¿Qué significa todo esto para el futuro del periodismo, al menos en el corto plazo? A pesar del clamor generalizado por soluciones técnicas y sanciones comerciales, es poco probable que las cosas cambien drásticamente hasta que no haya transformaciones concurrentes en las prácticas de recepción. Podría ser posible desarrollar algoritmos que identifiquen fuentes recurrentes de información falsa e impongan automáticamente restricciones sobre su capacidad de obtener ingresos publicitarios. Eso traería una solución temporal a los intentos centralizados de desinformar de forma maliciosa. Pero sospecho que esos perpetradores podrían desmantelar una operación y abrir otra enseguida. Además, esto dejaría de ser eficiente para detener las fuentes descentralizadas de noticias falsas que intencional o involuntariamente crean y/o difunden historias falsas en los medios sociales. Estos procedimientos podrían también tener un efecto negativo no deseado sobre la parodia y la sátira, que durante mucho tiempo han desempeñado un papel saludable en la calidad del discurso democrático, y aumentar el espectro de la censura en general.   

Si mi predicción a corto plazo sobre las limitaciones de los remedios del lado de la producción fuera correcta, lo que podríamos ver junto con estos intentos de restringir algorítmicamente la difusión de noticias falsas es que las organizaciones periodísticas convencionales tendrían que demostrar cada vez más al público la veracidad de las noticias -y denunciar la falsedad de las historias falsas. Es posible que esto no redujera la dependencia de noticias falsas entre aquellos predispuestos a creer lo que estas historias dicen, pero podría aumentar la concientización en el segmento menos comprometido del público.   

Debajo de la superficie de muchas discusiones post-electorales sobre noticias falsas se encuentra cierto malestar colectivo sobre el desajuste entre las rutinas asociadas con los medios gráficos y de radiodifusión del siglo veinte, y las prácticas de información de la vida cada vez más digital del siglo veintiuno. Tal vez ya no es realista suponer que basarse en los procesos editoriales del periodismo tradicional sea suficiente para generar las historias que informan la toma de decisiones común entre la mayoría de la ciudadanía. No se trata de una afirmación normativa sobre si esto es deseable o no, sino de una observación empírica basada en las prácticas de información de grandes segmentos de la población. Podemos sentir nostalgia de un mundo de los medios de comunicación que se está desvaneciendo lenta pero continuamente o, en su lugar, imaginar que tal vez una cultura cotidiana más descentralizada y eficaz de la crítica y la argumentación podría surgir con el tiempo. Como Leonard Cohen escribió en Himno: “Haz que suenen las campanas que todavía pueden sonar / Olvídate de tu oferta perfecta / Hay una grieta en todo / Así es como entra la luz.” 

** [1] Park, R. (1940). News as a form of knowledge: A chapter in the sociology of knowledge. American Journal of Sociology, 45 (5), 669-686, p. 679. 
SUSAN SONTAG
ANTE EL DOLOR DE LOS DEMAS
CAPITULO 1



LA DEVASTACION DE LOS BOMBARDEROS EN LA GUERRA CIVIL ESPAÑOLA
Efectos causados por la aviacion franquista tras un bombardeo en diciembre de 1936
fuente:http://www.abc.es//fotos-historia/20130522/devastacion-bombardeos-guerra-civil-120919.html?elemento=1

En junio de 1938 Virginia Woolf publicó Tres guineas, sus reflexiones valientes e importunas sobre las raíces de la guerra. Escrito durante los dos años precedentes, cuando ella y casi todos sus amigos íntimos y colegas estaban absortos en el avance de la insurrección fascista en España, el libro se encuadró como una muy tardía respuesta a la carta de un eminente abogado de Londres que le había preguntado «¿Cómo hemos de evitar la guerra en su opinión?». Woolf comienza advirtiendo con aspereza que acaso un diálogo verdadero entre ellos sea imposible. Pues si bien pertenecen a la misma clase, «la clase instruida», una amplia brecha los separa: el abogado es hombre y ella mujer. Los hombres emprenden la guerra. A los hombres (a la mayoría) les gusta la guerra, pues para ellos hay «en la lucha alguna gloria, una necesidad, una satisfacción» que las mujeres (la mayoría) no siente ni disfruta. ¿Qué sabe una mujer instruida —léase privilegiada, acomodada— de la guerra? Cuando ella rehuye su encanto ¿sus actitudes son acaso iguales? Pongamos a prueba esta «dificultad de comunicación», propone Woolf, mirando juntos imágenes de la guerra. Las imágenes son algunas de las fotografías que el asediado Gobierno español ha estado enviando dos veces por semana; anota al pie: «Escrito en el invierno de 1936 a 1937». Veamos, escribe Woolf, «si al mirar las mismas fotografías sentimos lo mismo». Y añade: En el montón de esta mañana, hay una fotografía de lo que puede ser el cuerpo de un hombre, o de una mujer: está tan mutilado que también pudiera ser el cuerpo de un cerdo. Pero éstos son ciertamente niños muertos, y esto otro, sin duda, la sección vertical de una casa. Una bomba ha derribado un lado; todavía hay una jaula de pájaro colgando en lo que probablemente fue la sala de estar... La manera más resuelta y escueta de transmitir la conmoción interior que producen estas fotografías consiste en señalar que no siempre es posible distinguir el tema: así de absoluta es la ruina de la carne y la piedra representadas. Y de allí Woolf se apresura a concluir: respondemos de igual modo, «por diferente que sea nuestra educación, la tradición que nos precede», señala al abogado. La prueba: tanto nosotras —y aquí «nosotros» somos las mujeres— como usted bien podríamos responder con idénticas palabras. Usted, señor, dice que producen «horror y repulsión». También nosotras decimos horror y repulsión... La guerra, dice usted, es una abominación, una barbaridad, la guerra ha de evitarse a toda costa. Y repetimos sus palabras. La guerra es abominable, una barbaridad, la guerra ha de evitarse. ¿Quién cree en la actualidad que se puede abolir la guerra? Nadie, ni siquiera los pacifistas. Sólo aspiramos (en vano hasta ahora) a impedir el genocidio, a presentar ante la justicia a los que violan gravemente las leyes de la guerra (pues la guerra tiene sus leyes, y los combatientes deberían atenerse a ellas), y a ser capaces de impedir guerras específicas imponiendo alternativas negociadas al conflicto armado. Acaso sea difícil dar crédito a la determinación desesperada que produjo la convulsión de la Primera Guerra Mundial, cuando se comprendió del todo que Europa se había arruinado a sí misma. La condena general a la guerra no pareció tan fútil e irrelevante a causa de las fantasías de papel del Pacto Kellogg y Briand de 1928, en el que quince naciones importantes, entre ellas Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia y Japón, renunciaron solemnemente a la guerra como instrumento de su política nacional; incluso Freud y Einstein fueron atraídos al debate en 1932 con un intercambio público de cartas titulado «¿Por qué la guerra?». Tres guineas de Woolf, publicado hacia el final de casi dos decenios de plañideras denuncias de la guerra, propuso un original enfoque (lo cual lo convirtió en el menos bien recibido de todos sus libros) sobre algo que se tenía por demasiado evidente o inoportuno para ser mencionado y mucho menos cavilado: que la guerra es un juego de hombres; que la máquina de matar tiene sexo, y es masculino. Sin embargo, la temeraria versión de Woolf de «¿Por qué la guerra?» no hace que su rechazo sea menos convencional en su retórica, en sus recapitulaciones, plenas de frases reiterativas. Y las fotografías de las víctimas de la guerra son en sí mismas una suerte de retórica. Reiteran. Simplifican. Agitan. Crean la ilusión de consenso. Cuando invoca esta hipotética vivencia compartida («vemos con usted los mismos cuerpos muertos, las mismas casas derruidas»), Woolf profesa la creencia de que la conmoción creada por semejantes fotos no puede sino unir a la gente de buena voluntad. ¿Es cierto? Desde luego, Woolf y el anónimo destinatario de esta extensa carta-libro no son dos personas cualesquiera. Si bien los separan las añejas afinidades sentimentales y prácticas de sus respectivos sexos, como Woolf le ha recordado, el abogado no es en absoluto el estereotipo del macho belicista. No están más en entredicho sus opiniones contra la guerra que las de ella. Pues en definitiva la pregunta no fue ¿Qué reflexión le merece a usted evitar la guerra?, sino, ¿Cómo hemos de impedir la guerra en su opinión? Este «nosotros» es lo que Woolf recusa al comienzo de su libro: se niega a conceder que su interlocutor lo dé por supuesto. Pero acaba sumiéndose, tras las páginas dedicadas a la cuestión feminista, en este «nosotros». No debería suponerse un «nosotros» cuando el tema es la mirada al dolor de los demás. ¿Quiénes son el «nosotros» al que se dirigen esas fotos conmocionantes? Ese «nosotros» incluiría no únicamente a los simpatizantes de una nación más bien pequeña o a un pueblo apátrida que lucha por su vida, sino a quienes están sólo en apariencia preocupados —un colectivo mucho mayor— por alguna guerra execrable que tiene lugar en otro país. Las fotografías son un medio que dota de «realidad» (o de «mayor realidad») a asuntos que los privilegiados o los meramente indemnes acaso prefieren ignorar. «Aquí, sobre la mesa, tenemos las fotografías», escribe Woolf del experimento mental que le propone al lector y al espectral abogado, el cual es ya bastante eminente, como señala, para ostentar tras su nombre las iniciales J. R., Jurisconsulto Real, y podría o no tratarse de una persona verdadera. Imagínese entonces extendidas las fotografías sueltas sacadas de un sobre que llegó en el correo matutino. Muestran los cuerpos mutilados de niños y adultos. Muestran cómo la guerra expulsa, destruye, rompe y allana el mundo construido. «Una bomba ha derribado un lado», escribe Woolf de la casa en una de las fotos. El paisaje urbano, sin duda, no está hecho de carne. Con todo, los edificios cercenados son casi tan elocuentes como los cuerpos en la calle. (Kabul, Sarajevo, Mostar Oriental, Grozny, seis hectáreas del sur de Manhattan después del 11 de septiembre de 2001, el campo de refugiados de Yenín...) Mira, dicen las fotografías, así es. Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina. No condolerse con estas fotos, no retraerse ante ellas, no afanarse en abolir lo que causa semejante estrago, carnicería semejante: para Woolf ésas serían las reacciones de un monstruo moral. Y afirma: no somos monstruos, somos integrantes de la clase instruida. Nuestro fallo es de imaginación, de empatía: no hemos sido capaces de tener presente esa realidad. Pero ¿es cierto que estas fotografías, las cuales documentan más la matanza de los que permanecieron ajenos al combate que el choque de los ejércitos, no podrían sino fomentar el repudio a la guerra? Sin duda también podrían impulsar un mayor activismo en pro de la República. ¿No era ése su propósito? El acuerdo entre Woolf y el abogado parece sólo una mera presunción, pues las espeluznantes fotografías confirman una opinión ya compartida. Si la pregunta hubiese sido ¿Cómo podemos contribuir del mejor modo a la defensa de la República española frente a las fuerzas del fascismo militarista y clerical?, las fotografías acaso habrían fortalecido, en cambio, la convicción de que aquella lucha era justa. Las imágenes que Woolf ha evocado no muestran de hecho lo que hace la guerra, la guerra propiamente dicha. Muestran un modo específico de emprenderla, un modo que en esa época se calificaba rutinariamente de «bárbaro», y en la cual el blanco son los ciudadanos. El general Franco estaba usando en los bombardeos, masacres y torturas, y en el asesinato y mutilación de prisioneros, tácticas idénticas a las que había perfeccionado como comandante en Marruecos en los años veinte. En aquel entonces sus víctimas habían sido los súbditos coloniales de España de piel más morena e infieles por añadidura, lo cual fue más grato para los poderes imperantes; ahora las víctimas eran sus compatriotas. Atribuir a las imágenes, como hace Woolf, sólo lo que confirma la general repugnancia a la guerra es apartarse de un vínculo con España en cuanto país con historia. Es descartar la política. Al igual que para muchos polemistas opuestos al conflicto, para Woolf la guerra es genérica, y las imágenes que describe son de víctimas genéricas y anónimas. Las fotos distribuidas por el Gobierno de Madrid, sorprendentemente, no parecen haber llevado pie alguno. (O tal vez Woolf supone tan sólo que una fotografía ha de hablar por sí misma.) Pero la causa contra la guerra no se sustenta en la información sobre el quién, el cuándo y el dónde; la arbitrariedad de la matanza incesante es prueba suficiente. Para los que están seguros de que lo correcto está de un lado, la opresión y la injusticia del otro, y de que la guerra debe seguir, lo que importa precisamente es quién muere y a manos de quién. Para un judío israelí, la fotografía de un niño destrozado en el atentado de la pizzería Sbarro en el centro de Jerusalén, es en primer lugar la fotografía de un niño judío que ha sido asesinado por un kamikaze palestino. Para un palestino, la fotografía de un niño destrozado por la bala de un tanque en Gaza es sobre todo la fotografía de un niño palestino que ha sido asesinado por la artillería israelí. Para los militantes la identidad lo es todo. Y todas las fotografías esperan su explicación o falsificación según el pie. Durante los combates entre serbios y croatas al comienzo de las recientes guerras balcánicas, las mismas fotografías de niños muertos en el bombardeo de un poblado pasaron de mano en mano tanto en las reuniones propagandísticas serbias como en las croatas. Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez. Las imágenes de ciudadanos muertos y casas arrasadas acaso sirven para concitar el odio al enemigo, como sucedió con Al Yazira, la cadena árabe de televisión por satélite situada en Qatar, cuando retransmitió cada hora la destrucción parcial del campamento de refugiados de Yenín en abril del 2002. Aunque la secuencia era incendiaria para muchos que ven Al Yazira en todo el mundo, no les informó de nada que no estuvieran dispuestos a creer de antemano acerca del ejército israelí. Por el contrario, la presentación de imágenes que rebaten con pruebas devociones preciadas se rechaza siempre porque parecen un montaje para la cámara. La respuesta habitual a la corroboración fotográfica de las atrocidades cometidas por el bando propio es que las fotos son un embuste, que semejante atrocidad no sucedió jamás, aquéllos eran cuerpos de la morgue que el otro bando trajo de la ciudad en camiones y fueron colocados en la calle, o que en efecto sucedió, pero el otro bando cometió aquello contra sí mismo. Por eso, el jefe de propaganda de la rebelión nacional de Franco sostuvo que los propios vascos habían destruido la antigua ciudad y otrora capital vizcaína, Guernica, el 26 de abril de 1937, colocando dinamita en el alcantarillado (según una versión posterior, tirando bombas fabricadas en territorio vasco) con el fin de incitar la indignación extranjera y alentar la resistencia republicana. Y por eso la mayoría serbia que residía en Serbia o en el extranjero sostuvo hasta el final mismo del sitio serbio de Sarajevo, e incluso después, que los propios bosnios habían perpetrado la horripilante «masacre de la cola del pan» en mayo de 1992 y la «masacre del mercado» en febrero de 1994, lanzando munición de gran calibre al centro de la capital o colocando minas a fin de crear algunas vistas excepcionalmente espeluznantes, destinadas a las cámaras de los periodistas extranjeros y a fin de reunir más apoyo internacional para el lado bosnio. Las fotografías de cuerpos mutilados sin duda pueden usarse del modo como lo hace Woolf, a fin de vivificar la condena a la guerra, y acaso puedan traer al país, por una temporada, parte de su realidad a quienes no la han vivido nunca. Sin embargo, quien acepte que en un mundo dividido como el actual la guerra puede llegar a ser inevitable, e incluso justa, podría responder que las fotografías no ofrecen prueba alguna, ninguna, para renunciar a la. guerra; salvo para quienes los conceptos de valentía y sacrificio han sido despojados de su sentido y credibilidad. La índole destructiva de la guerra —salvo la destrucción total, que no es guerra sino suicidio— no es en sí misma un argumento en contra de la acción bélica a menos que se crea (y en efecto pocas personas lo creen en verdad) que la violencia siempre es injustificable, que la fuerza está mal siempre y en toda circunstancia; mal porque, como afirma Simone Weil en un ensayo sublime sobre la guerra, La «Ilíada» o el poema de la fuerza (1940), la violencia convierte en cosa a quien está sujeto a ella.* No —replican quienes en una situación dada no ven alternativa al conflicto armado—, la violencia puede exaltar a alguien subyugado y convertirlo en mártir o en héroe. De hecho, son múltiples los usos para las incontables oportunidades que depara la vida moderna de mirar —con distancia, por el medio de la fotografía— el dolor de otras personas. Las fotografías de una atrocidad pueden producir reacciones opuestas. Una llamada a la paz. Un grito de venganza. O simplemente la confundida conciencia, repostada sin pausa de información fotográfica, de que suceden cosas terribles. ¿Quién puede olvidar las tres fotos en color de Tyler Hicks que The New York Times presentó a lo ancho de la primera plana, en la parte superior de su sección diaria dedicada a la nueva guerra de Estados Unidos, «Una nación desafiada», el 13 de noviembre de 2001 ? El tríptico representaba el destino de un soldado talibán de uniforme, herido, que soldados de la Alianza del Norte en su avance hacia Kabul habían hallado en una cuneta. Primer panel: dos de sus captores lo arrastran sobre el dorso —uno lo ha cogido del brazo, el otro de una pierna— por un camino pedregoso. Segundo panel (la cámara está muy cerca): rodeado, mira hacia arriba con terror mientras tiran de él para erguirlo. Tercer panel: el instante de la muerte, supino con los brazos extendidos y las rodillas dobladas, desnudo y ensangrentado de cintura para abajo, lo remata la turba militar que se ha reunido para masacrarlo. Hace falta estoicismo en provisión suficiente cada mañana para llegar al final de The New York Times, dada la probabilidad de ver fotos que podrían provocar el llanto. Y la piedad y repugnancia que inspiran las de Hicks no han de distraer la pregunta sobre las fotos, las crueldades y las muertes que no se están mostrando.* * A pesar de su condena a la guerra, Weil se empeñó en participar en la defensa de la República española y en la lucha contra la Alemania de Hitler. En 1936 viajó a España como voluntaria no combatiente en una brigada Durante mucho tiempo algunas personas creyeron que si el horror podía hacerse lo bastante vivido, la mayoría de la gente entendería que la guerra es una atrocidad, una insensatez. Catorce años antes de que Woolf publicara Tres guineas —en 1924, el décimo aniversario de la movilización nacional alemana para la Primera Guerra Mundial— el objetor de conciencia Ernst Friedrich publicó Krieg dem Kriege! [¡Guerra contra la guerra!]. Es la fotografía como terapia de choque: un álbum con más de ciento ochenta imágenes, casi todas obtenidas de archivos médicos y militares alemanes, muchas de las cuales consideraron los censores del Gobierno que no podían publicarse mientras continuara la guerra. El libro comienza con fotos de soldados de juguete, cañones de juguete y otras cosas que deleitan a los niños por doquier, y concluye con fotos de cementerios militares. Entre los juguetes y las tumbas, el lector emprende un atormentador viaje fotográfico a través de ruinas, matanzas y degradaciones: páginas de castillos e iglesias destruidos y saqueados, pueblos arrasados, bosques asolados, vapores de pasajeros torpedeados, vehículos despedazados, objetores de conciencia colgados, prostitutas semidesnudas en burdeles militares, tropas agonizantes después de un ataque con gas tóxico, niños armenios esqueléticos. Es penoso mirar casi todas las secuencias de ¡Guerra contra la guerra!, en especial las fotos de soldados muertos de los distintos ejércitos pudriéndose amontonados en los campos y caminos y en las trincheras del frente. Pero sin duda las páginas más insoportables del libro, un conjunto destinado a horripilar y desmoralizar, se encuentran en la sección titulada «El rostro de la guerra», veinticuatro primeros planos de soldados con enormes heridas en la cara. Y Friedrich no cometió el error de suponer que las desgarradoras y repugnantes fotos hablarían meramente por sí mismas. Cada fotografía tiene un apasionado pie en cuatro idiomas (alemán, francés, holandés e inglés), y la perversa ideología militarista es denostada y ridiculizada en cada página. El Gobierno y las organizaciones de ex combatientes y patrióticas de inmediato denunciaron —en algunas ciudades la policía registró las librerías y se entablaron causas judiciales contra la exhibición de las fotografías— la declaración de guerra contra la guerra de Friedrich, la cual aclamaron escritores, artistas e intelectuales de izquierda, así como las agrupaciones de numerosas ligas opuestas a la guerra, que pronosticaron la influencia decisiva que el libro ejercería en la opinión pública. Antes de 1930 ¡Guerra contra la guerra! había agotado diez ediciones en Alemania y había sido traducido a muchos idiomas. En 1938, el año de Tres guineas de Woolf, el gran cineasta francés Abel Gance mostró en primer plano a una población en su mayoría oculta de ex combatientes desfigurados espantosamente —les gueules cassées («los morros rotos») se les apodó en Francia— en el clímax de su nuevo J'acusse. (Gance había realizado una versión anterior, rudimentaria, de su incomparable película contra la guerra y con el mismo santificado título, entre 1918 y 1919.) Como en la última parte del libro de Friedrich, la película de Gance concluye en un nuevo cementerio militar, no sólo para recordarnos cuántos millones de jóvenes fueron sacrificados al militarismo y a la ineptitud entre 1914 y 1918 en la guerra vitoreada como «la guerra que pondría fin a todas las guerras», sino para formular la sagrada sentencia que estos muertos sin duda habrían pronunciado contra los generales y políticos europeos si hubieran sabido que, veinte años después, otra guerra era inminente. «Morts de Verdun, levez-vous!» [«¡Levantaos, muertos de Verdún!»], clama el veterano desquiciado que protagoniza la película y el cual repite sus llamamientos en alemán e inglés: «¡Vuestros sacrificios fueron en vano!». Y la vasta planicie mortuoria vomita sus multitudes, un ejército de espectros con uniformes podridos y rostros internacional; en 1942 y a principios de 1943, refugiada en Londres y ya enferma, trabajó en la oficina de la Francia Libre albergando la esperanza de que se le enviara a una misión en la Francia ocupada. (Murió en un sanatorio inglés en agosto de 1943.) mutilados arrastra los pies, se levanta de sus tumbas y parte en todas direcciones causando pánico generalizado entre la plebe ya movilizada para otra guerra paneuropea. «¡Colmad vuestros ojos de este horror! ¡Es lo único que puede deteneros!», clama el loco ante las multitudes de vivos en fuga que lo recompensan con la muerte del mártir, tras la cual se une a sus camaradas muertos: un mar de espectros impasibles arrollando a los amedrentados combatientes venideros, víctimas de la guerre de demain. La guerra derrotada por el apocalipsis. Y al año siguiente llegó la guerra.



 Tyler Hicks
afganistan 2001
Getty Images para New York Times
fuente: http://www.worldpressphoto.org/search/images?search=hicks